Tengo muchas
historias. Algunas nacen de un instante de inspiración, son apenas una emoción,
un capricho de la mente. Otras son vivencias sentidas, tomadas de la realidad,
palabras maduradas que pueden repetirse sin riesgo de alterar el cuento. Y hay
historias secretas que permanecen ocultas en los vericuetos del cerebro, son
como un tumor maligno que le salen ramificaciones, engordan y con el tiempo se
convierten en pesadillas. A veces para liberar la mente de esos temores lo mejor
es contarlo como un simple cuento.
Eran los dos muy
bellos, de ideas claras y fuertes fundamentos.
Liborio tenía
aspecto campestre, una cabellera blanca desordenada que le daba un toque
esotérico interesante, llevaba últimamente lentes progresivas en una montura
metalizada azul, usaba siempre pantalón
vaquero y una chaqueta de pana marrón, que reemplaza de vez en cuando por otra
de cuero que compró en un viaje a Buenos Aires. Era un hombre de pocas
palabras, algo gagueante y misterioso, pero preciso al hablar de lo que quería
con claridad y con un delicado sentido del humor que suavizaba el peso de sus
rústicos conocimientos esotéricos. Sus amigos habrían de recordarlo, como el
más generoso y sonriente de la pandilla.
María de los
Ángeles, poseía un temperamento juvenil, alegre, pero a la vez miedoso y
desconfiado; impulsiva, pero prudente ante el peligro; usaba para ver mejor
unas gafas rojas de reconocida marca; era incapaz de hacer maldad a persona
alguna, como tampoco a los animales, que siempre acogió en su casa con cariño.
Liborio, que no era un animal domesticado, era Leo, reconocía que su mujer
estaba dotada de un admirable sentido común y desde el principio delegó ella
las decisiones de su hogar y la administración de la mitad de su dinero. María
de los Ángeles protegía y cuidaba a su marido
como sí fuera el de la Guarda, con mimos de madre, vigilaba su salud, le
preparaba desayuno, almuerzo, merienda y cena, y por las noches velaba su sueño
y atendía casi todas sus fantasías, aunque no fueran tampoco muchas. En honor a
la verdad, él también recogía, fregaba y tendía la ropa mojada. Tan
indispensable les resultaba a ambos la compañía del otro, que María de los
Ángeles renunció a su profesión durante la época más fértil de la pareja para cumplir con el compromiso
de criar personalmente a sus hijos y sufrir los avatares del esposo. Tomó la
costumbre de leer en las tranquilas noches sin dolores de cabeza, mientras él
se quedaba plácidamente dormido escuchando la gaceta de los deportes por los
auriculares del transistor-despertador. A los dos les gustaba la intimidad y el
silencio de su hogar en medio de unas tierras que había heredado Liborio de sus
padres, donde plantaron mil plantas de todos los colores.
Ella gozaba de
muy buena salud, gracias a la sana nutrición vegetariana y al escrupuloso
cuidado diario de su cincelado cuerpo. El no tanto, fumador empedernido, dado a
las carnes de todas las razas y vinos de
todos los lugares, no le podía faltar en su cuerpo más nicotina, colesterol y presión en la sangre que le sirvió para sufrir
infartos, parálisis y tumores varios ¡Vamos que su amante era la pura muerte! A
la que terminó conociendo y hasta queriendo.
Liborio
entendía la muerte como un fenómeno propio de la vida, hablaba de ella con
naturalidad, lo que le permitiría crecer como persona y envejecer con dignidad.
Era un jugador en el riguroso juego de vivir. Jugamos todos, pero el más que
nadie sabía que la primera regla del juego es que todo jugador muere, aunque
nadie sabe cuando llegará la muerte. El juego sigue para siempre o hasta que
ganes. Ganas si encuentras la muerte antes de que ella te encuentre a ti.
No permitas que
la muerte te sorprenda nunca y no dejes que se escondan de ella por miedo o
inconsciencia. Conocer y saber más sobre este proceso común en la vida de todo
ser humano puede ayudar a encarar el tema desde otra óptica, más amplia y
evolucionista de la vida, como ahora les continuaré contando:
En uno de sus
viajes de la pareja a Londres, donde solían ir de compras como Reyes Magos para
aprovechar las rebajas navideñas, siempre ojeaban la cartelera de espectáculos por sí había algo
de su interés musical.
~ ¡Eureka!
-dijo sorprendido Liborio-, están poniendo Parsifal de Richard Wagner en la Royal Opera House.
~ ¡Sí, vamos
porfa! exclamó ilusionada MA, que nunca le faltan ganas para ir a la ópera.
~ Pues ahora
mismo compro las entradas por internet.
Cuando salieron
del auditorio en aquella gélida noche
londinense, huyendo del frío se refugiaron en un pub justo a la orilla del
Támesis, llamado “Sherlock Homes”, desde
allí a través de los cristales transparentes de las vidrieras emplomadas
divisaron entre la bruma la cúpula de la Catedral de San Pablo. Recordaron su
matinal visita turística en la que vieron por enésima vez al Cristo de la Luz
que se encuentra en un lateral de la nave y al que tienen una especial
veneración, tanta que tienen una reproducción del cuadro en su alcoba.
La amena
conversación entre ellos, recaló en la redención de Jesucristo, en su trágica
y sin embargo deseada muerte para luego
renacer. Repasaron el argumento de la representación operística que duró cuatro
horas y media, revivieron el sufrimiento del Rey Amfortas, rey de los caballeros del grial, herido
por su propia lanza, que no es sino la Lanza Sagrada que abrió la llaga del
costado de Cristo, y la cual debía custodiar, y la herida no se curaba.
Amfortas tuvo una visión santa que le dijo que esperara a un “tonto inocente, iluminado por la compasión”
quien finalmente curará la herida.
Ese era
Parsifal, el tonto, casto o loco inocente,
que después de deambular por los bosques durante muchos años hasta que a través
del sufrimiento, aprende lo que es la compasión y la humildad. Éstas le
permiten encontrar el castillo del grial y
hacer las preguntas que tenía que haber hecho muchos años antes. Las dos
preguntas que Parsifal deja de hacer son profundamente simbólicas y llenas de
significado:
“Señor, ¿qué mal te aflige?” es la
pregunta que Parsifal debe dirigir al rey enfermo; y en ella se encuentra un
interés sincero y una compasión hacia los demás. La segunda pregunta es: “¿A quién sirve el Grial?”.
Klingsor había robado la lanza a Amfortas, Parsifal
quiere recuperarla para devolverla a su debido
guardián, el malvado le arroja la Lanza, pero se detiene en mitad del
aire, por encima de su cabeza. Parsifal la coge y hace el signo de la Cruz, derrumbándose el castillo de Klingsor. Parsifal mira
entonces alrededor y observa la surgida belleza de la naturaleza primaveral al despejarse las tinieblas. Gurnemanz le explica
que es Viernes Santo, cuando toda la creación se
renueva por la Muerte del Salvador. Son los “encantamientos del Viernes Santo”
y anuncia: Mediodía, ha llegado la hora. ¡Mi señor, permite que tu siervo te
guíe! y emprenden el camino hacia el castillo del Grial.
Los caballeros del Grial urgen apasionadamente a Amfortas
que descubra el Grial de nuevo, pero iracundo, dice que nunca más realizará el
oficio ante la sagrada Copa, ordenando a los caballeros que lo maten si así lo
desean y acaben de una vez por todas con su sufrimiento y con la vergüenza que
les ha aportado. En ese momento, Parsifal se adelanta y dice que sólo un arma le
puede sanar, la Lanza toca el costado de Amfortas, que queda curado y absuelto
de su culpa. El mismo Parsifal ordena que se descubra el Grial, reemplazando a
Amfortas como celebrante. Mientras todos los presentes se arrodillan, la
poseída Kundry, liberada de su maldición y redimida, cae sin vida al suelo, al tiempo que una paloma blanca desciende sobre el Grial y sobre
Parsifal.
Comentaban Liborio
y María de los Ángeles, después de pedir unas cervezas al camarero del pub
inglés, que el dolor ante la muerte de
un ser querido era inevitable, porque implica una separación transitoria y el
dejar de experimentar la sensación física de su presencia deja un hueco que lleva
un tiempo poder recomponer; también hablaron de la desorientación y el dolor
que le acompañaron al rey moribundo, ese lento despojarse del cuerpo de la
carne y la experiencia, como el viejo entusiasmo por vivir desaparece, el
apetito y el interés por el mundo disminuye, y la vitalidad se va retirando del
cuerpo.
Liborio, aún no
le había relevado a María de los Ángeles hasta ese instante que en su última
revisión médica le habían detectado una masa en el pulmón, que le hacía creer
que su tiempo en la tierra se estaba acercando a un final. Lo tenía claro,
hasta que el diagnóstico no fuera definitivo mantendría la discreción que posee
un auténtico masón.
En masonería -según el guía que tuvieron en la visita cultural
a la Gran Logia de Inglaterra el día antes-, la muerte significa inicio de
una nueva vida, la vida masónica que comienza con la iniciación y que de forma
permanentemente lo expresa el rito escocés antiguo y aceptado en las ceremonias
de aumentos de grado cada vez con una mayor libertad de conciencia. Se muere al
desentrañar algún misterio o incógnita, o cuando logramos desterrar la
intolerancia de los dogmas y los prejuicios, al mismo tiempo, nacemos más libre
de conciencia y espíritu.
Liborio en
tanto que: “Ha recibido la Vida en el
seno de la Muerte”, recibida la
palabra sagrada del Maestro, y escuchada la invitación del Venerable en el
Oriente del Templo de Salomón: “Hermanos,
que nuestra alegría sea grande en este día; aquel que era parecido a los
muertos ha renunciado a los vicios que podían corromperle y ha recibido una
vida nueva”, mantenía la calma y el
sosiego placentero de los iniciados, mientras que el alma de su esposa quedaba
congelada en un silencio sepulcral, sin poder resbalar siquiera una lagrima por
su desencajada y pálida cara.
Las personas
mueren, pero no perecen, sino que de nuevo comienzan a vivir, pensaba para adentro
María de los Ángeles, mientras desesperadamente su mente debatía con el demonio
en el caluroso y humeante ambiente del pub: la
fuerza vital es indestructible, subsiste más allá de la muerte. Estamos
sometidos a un constante proceso de transformación, todo cambia e inclusive
puede ser destruido, pero siempre se conserva la fuerza vital a la cual debe su
existencia; lo eterno, aquello que no puede desaparecer, pues una y otra vez
vuelve a resurgir en forma distinta, se renueva y vuelve a nacer.
Al rato, relajadamente Liborio bromeó: “Tampoco vamos a dramatizar tanto, tenemos
tan sólo nueve meses para nacer, y toda una vida entera para morir”.
María de los
Ángeles, que de esos saberes sabe un rato, le escuchó con compasión, como pocas
veces lo había hecho antes, entre resignada y cabreada por el secreto revelado. Gracias a su amplia riqueza espiritual,
adquirida de sus mil experiencias religiosas, y la formación que le ofrece una
escuela espiritual de gran iluminación y sapiencia, María de los Ángeles, posee
su propia idea de la vida y la muerte, los considera como dos aspectos de una
mismísima realidad. La vida brota de la muerte, como la pequeña planta, del
grano que se descompone en el seno de la tierra. Entiende pues la muerte como
la metamorfosis del gusano de seda en una mariposa; como el proceso donde el
individuo se deshace de su cubierta exterior, que le ha servido durante su vida
terrenal por los años de su existencia.
~ La muerte no
es real -le susurró con voz serena María
de los Ángeles a Liborio para consolarle de su inevitable destino-, es ir
adelante, y adelante, y adelante, a planos de vida superiores y más altos
todavía, por eones sobre eones de tiempo. El universo es nuestro hogar, y con
la muerte, solo estaremos explorando sus más alejados escondrijos antes del fin
del tiempo.
Sollozando
Liborio, cargado de emociones y de las tres cervezas negras que se había tomado
durante la velada pilsen, quiso enmendar su enigma, restando mayor importancia a
lo oculto con estas sentidas palabras:
~ No quiero que
estos días borren los anteriores, todo al contrario quiero darte los mejores
días que restan de mi existencia para redimir lo malos que te he dado. La
muerte pone fin a la vida, no a nuestra relación. Nuestros cuerpos son la
prisión de nuestro amor, de la que escaparemos cuando hayamos muerto. No me
importa si estoy acá o allá, solo quiero
“SER”. Sigamos siendo, como la hoja del gingko
biloba, la de ese árbol del Oriente que plantamos en nuestro jardín hace tanto
tiempo, un ser doble y sencillo, mitad tú, mitad yo, y por siempre estaremos
fundidos eternamente en un único amor.
Al fin y al
cabo, como dice Isabel Allende en “Cuentos de
Eva Luna”:
“… La muerte, con su ancestral carga de terrores,
es sólo el abandono de una cáscara ya inservible, mientras que el espíritu se
reintegra en la energía única del cosmos…”
Y que conste,
que cualquier parecido de este cuento con la mismísima realidad, de la vida o
de la muerte, es por simple y pura casualidad o el libre albedrío de los lazos
del destino. No sé si será mi mejor historia de amor, pero sí la más clara y fácil
de escribir y la más difícil que me resultará luego publicar. En esta ocasión,
como me diría Blas: mejor será pedir
perdón que permiso. ¡Como Parsifal, es
que soy un loco inocente!