viernes, 10 de enero de 2014

La mismísima realidad.


Tengo muchas historias. Algunas nacen de un instante de inspiración, son apenas una emoción, un capricho de la mente. Otras son vivencias sentidas, tomadas de la realidad, palabras maduradas que pueden repetirse sin riesgo de alterar el cuento. Y hay historias secretas que permanecen ocultas en los vericuetos del cerebro, son como un tumor maligno que le salen ramificaciones, engordan y con el tiempo se convierten en pesadillas. A veces para liberar la mente de esos temores lo mejor es contarlo como un simple cuento.


Eran los dos muy bellos, de ideas claras y fuertes fundamentos.
Liborio tenía aspecto campestre, una cabellera blanca desordenada que le daba un toque esotérico interesante, llevaba últimamente lentes progresivas en una montura metalizada azul,  usaba siempre pantalón vaquero y una chaqueta de pana marrón, que reemplaza de vez en cuando por otra de cuero que compró en un viaje a Buenos Aires. Era un hombre de pocas palabras, algo gagueante y misterioso, pero preciso al hablar de lo que quería con claridad y con un delicado sentido del humor que suavizaba el peso de sus rústicos conocimientos esotéricos. Sus amigos habrían de recordarlo, como el más generoso y sonriente de la pandilla.
María de los Ángeles, poseía un temperamento juvenil, alegre, pero a la vez miedoso y desconfiado; impulsiva, pero prudente ante el peligro; usaba para ver mejor unas gafas rojas de reconocida marca; era incapaz de hacer maldad a persona alguna, como tampoco a los animales, que siempre acogió en su casa con cariño. Liborio, que no era un animal domesticado, era Leo, reconocía que su mujer estaba dotada de un admirable sentido común y desde el principio delegó ella las decisiones de su hogar y la administración de la mitad de su dinero. María de los Ángeles protegía y cuidaba a su marido  como sí fuera el de la Guarda, con mimos de madre, vigilaba su salud, le preparaba desayuno, almuerzo, merienda y cena, y por las noches velaba su sueño y atendía casi todas sus fantasías, aunque no fueran tampoco muchas. En honor a la verdad, él también recogía, fregaba y tendía la ropa mojada. Tan indispensable les resultaba a ambos la compañía del otro, que María de los Ángeles renunció a su profesión durante la época más fértil  de la pareja para cumplir con el compromiso de criar personalmente a sus hijos y sufrir los avatares del esposo. Tomó la costumbre de leer en las tranquilas noches sin dolores de cabeza, mientras él se quedaba plácidamente dormido escuchando la gaceta de los deportes por los auriculares del transistor-despertador. A los dos les gustaba la intimidad y el silencio de su hogar en medio de unas tierras que había heredado Liborio de sus padres, donde plantaron mil plantas de todos los colores.
Ella gozaba de muy buena salud, gracias a la sana nutrición vegetariana y al escrupuloso cuidado diario de su cincelado cuerpo. El no tanto, fumador empedernido, dado a las carnes de todas las  razas y vinos de todos los lugares, no le podía faltar en su cuerpo más nicotina, colesterol  y presión en la sangre que le sirvió para sufrir infartos, parálisis y tumores varios ¡Vamos que su amante era la pura muerte! A la que terminó conociendo y hasta queriendo.
Liborio entendía la muerte como un fenómeno propio de la vida, hablaba de ella con naturalidad, lo que le permitiría crecer como persona y envejecer con dignidad. Era un jugador en el riguroso juego de vivir. Jugamos todos, pero el más que nadie sabía que la primera regla del juego es que todo jugador muere, aunque nadie sabe cuando llegará la muerte. El juego sigue para siempre o hasta que ganes. Ganas si encuentras la muerte antes de que ella te encuentre a ti.
No permitas que la muerte te sorprenda nunca y no dejes que se escondan de ella por miedo o inconsciencia. Conocer y saber más sobre este proceso común en la vida de todo ser humano puede ayudar a encarar el tema desde otra óptica, más amplia y evolucionista de la vida, como ahora les continuaré contando:
En uno de sus viajes de la pareja a Londres, donde solían ir de compras como Reyes Magos para aprovechar las rebajas navideñas, siempre ojeaban  la cartelera de espectáculos por sí había algo de su interés musical.
~ ¡Eureka! -dijo sorprendido Liborio-, están poniendo Parsifal de Richard Wagner en la  Royal Opera House.
~ ¡Sí, vamos porfa! exclamó ilusionada MA, que nunca le faltan ganas para ir a la ópera.
~ Pues ahora mismo compro las entradas por internet.
Cuando salieron del auditorio en  aquella gélida noche londinense, huyendo del frío se refugiaron en un pub justo a la orilla del Támesis, llamado “Sherlock Homes”,  desde allí a través de los cristales transparentes de las vidrieras emplomadas divisaron entre la bruma la cúpula de la Catedral de San Pablo. Recordaron su matinal visita turística en la que vieron por enésima vez al Cristo de la Luz que se encuentra en un lateral de la nave y al que tienen una especial veneración, tanta que tienen una reproducción del cuadro en su alcoba.
La amena conversación entre ellos, recaló en la redención de Jesucristo, en su trágica y  sin embargo deseada muerte para luego renacer. Repasaron el argumento de la representación operística que duró cuatro horas y media, revivieron el sufrimiento del Rey Amfortas, rey de los caballeros del grial, herido por su propia lanza, que no es sino la Lanza Sagrada que abrió la llaga del costado de Cristo, y la cual debía custodiar, y la herida no se curaba. Amfortas tuvo una visión santa que le dijo que esperara a un “tonto inocente, iluminado por la compasión” quien finalmente curará la herida.
Ese era Parsifal, el tonto, casto o loco inocente, que después de deambular por los bosques durante muchos años hasta que a través del sufrimiento, aprende lo que es la compasión y la humildad. Éstas le permiten encontrar el castillo del grial y  hacer las preguntas que tenía que haber hecho muchos años antes. Las dos preguntas que Parsifal deja de hacer son profundamente simbólicas y llenas de significado:
Señor, ¿qué mal te aflige?” es la pregunta que Parsifal debe dirigir al rey enfermo; y en ella se encuentra un interés sincero y una compasión hacia los demás. La segunda pregunta es: “¿A quién sirve el Grial?”.


Klingsor había robado la lanza a Amfortas, Parsifal quiere recuperarla para devolverla a su debido  guardián, el malvado le arroja la Lanza, pero se detiene en mitad del aire, por encima de su cabeza. Parsifal la coge y hace el signo de la Cruz, derrumbándose el castillo de Klingsor. Parsifal mira entonces alrededor y observa la surgida belleza de la naturaleza primaveral  al despejarse las tinieblas. Gurnemanz le explica que es Viernes Santo, cuando toda la creación se renueva por la Muerte del Salvador. Son los “encantamientos del Viernes Santo” y anuncia: Mediodía, ha llegado la hora. ¡Mi señor, permite que tu siervo te guíe! y emprenden el camino hacia el castillo del Grial.
Los caballeros del Grial urgen apasionadamente a Amfortas que descubra el Grial de nuevo, pero iracundo, dice que nunca más realizará el oficio ante la sagrada Copa, ordenando a los caballeros que lo maten si así lo desean y acaben de una vez por todas con su sufrimiento y con la vergüenza que les ha aportado. En ese momento, Parsifal se adelanta y dice que sólo un arma le puede sanar, la Lanza toca el costado de Amfortas, que queda curado y absuelto de su culpa. El mismo Parsifal ordena que se descubra el Grial, reemplazando a Amfortas como celebrante. Mientras todos los presentes se arrodillan, la poseída Kundry, liberada de su maldición y redimida, cae sin vida al suelo, al tiempo que una paloma blanca desciende sobre el Grial y sobre Parsifal.


Comentaban Liborio y María de los Ángeles, después de pedir unas cervezas al camarero del pub inglés,  que el dolor ante la muerte de un ser querido era inevitable, porque implica una separación transitoria y el dejar de experimentar la sensación física de su presencia deja un hueco que lleva un tiempo poder recomponer; también hablaron de la desorientación y el dolor que le acompañaron al rey moribundo, ese lento despojarse del cuerpo de la carne y la experiencia, como el viejo entusiasmo por vivir desaparece, el apetito y el interés por el mundo disminuye, y la vitalidad se va retirando del cuerpo.
Liborio, aún no le había relevado a María de los Ángeles hasta ese instante que en su última revisión médica le habían detectado una masa en el pulmón, que le hacía creer que su tiempo en la tierra se estaba acercando a un final. Lo tenía claro, hasta que el diagnóstico no fuera definitivo mantendría la discreción que posee un auténtico masón.
En masonería -según el guía que tuvieron en la visita cultural a la Gran Logia de Inglaterra el día antes-, la muerte significa inicio de una nueva vida, la vida masónica que comienza con la iniciación y que de forma permanentemente lo expresa el rito escocés antiguo y aceptado en las ceremonias de aumentos de grado cada vez con una mayor libertad de conciencia. Se muere al desentrañar algún misterio o incógnita, o cuando logramos desterrar la intolerancia de los dogmas y los prejuicios, al mismo tiempo, nacemos más libre de conciencia y espíritu.
Liborio en tanto que: “Ha recibido la Vida en el seno de la Muerte”,  recibida la palabra sagrada del Maestro, y escuchada la invitación del Venerable en el Oriente del Templo de Salomón: “Hermanos, que nuestra alegría sea grande en este día; aquel que era parecido a los muertos ha renunciado a los vicios que podían corromperle y ha recibido una vida nueva”,  mantenía la calma y el sosiego placentero de los iniciados, mientras que el alma de su esposa quedaba congelada en un silencio sepulcral, sin poder resbalar siquiera una lagrima por su desencajada y pálida cara.


Las personas mueren, pero no perecen, sino que de nuevo comienzan a vivir, pensaba para adentro María de los Ángeles, mientras desesperadamente su mente debatía con el demonio en el caluroso y humeante ambiente del pub: la fuerza vital es indestructible, subsiste más allá de la muerte. Estamos sometidos a un constante proceso de transformación, todo cambia e inclusive puede ser destruido, pero siempre se conserva la fuerza vital a la cual debe su existencia; lo eterno, aquello que no puede desaparecer, pues una y otra vez vuelve a resurgir en forma distinta, se renueva y vuelve a nacer.
Al rato,  relajadamente Liborio bromeó: “Tampoco vamos a dramatizar tanto, tenemos tan sólo nueve meses para nacer, y toda una vida entera para morir”.
María de los Ángeles, que de esos saberes sabe un rato, le escuchó con compasión, como pocas veces lo había hecho antes, entre resignada y cabreada por el secreto revelado.  Gracias a su amplia riqueza espiritual, adquirida de sus mil experiencias religiosas, y la formación que le ofrece una escuela espiritual de gran iluminación y sapiencia, María de los Ángeles, posee su propia idea de la vida y la muerte, los considera como dos aspectos de una mismísima realidad. La vida brota de la muerte, como la pequeña planta, del grano que se descompone en el seno de la tierra. Entiende pues la muerte como la metamorfosis del gusano de seda en una mariposa; como el proceso donde el individuo se deshace de su cubierta exterior, que le ha servido durante su vida terrenal por los años de su existencia.
~ La muerte no es real -le susurró con voz serena María de los Ángeles a Liborio para consolarle de su inevitable destino-, es ir adelante, y adelante, y adelante, a planos de vida superiores y más altos todavía, por eones sobre eones de tiempo. El universo es nuestro hogar, y con la muerte, solo estaremos explorando sus más alejados escondrijos antes del fin del tiempo.
Sollozando Liborio, cargado de emociones y de las tres cervezas negras que se había tomado durante la velada pilsen, quiso enmendar su enigma, restando mayor importancia a lo oculto con estas sentidas palabras:
~ No quiero que estos días borren los anteriores, todo al contrario quiero darte los mejores días que restan de mi existencia para redimir lo malos que te he dado. La muerte pone fin a la vida, no a nuestra relación. Nuestros cuerpos son la prisión de nuestro amor, de la que escaparemos cuando hayamos muerto. No me importa si estoy  acá o allá, solo quiero “SER”.  Sigamos siendo, como la hoja del gingko biloba, la de ese árbol del Oriente que plantamos en nuestro jardín hace tanto tiempo, un ser doble y sencillo, mitad tú, mitad yo, y por siempre estaremos fundidos eternamente en un único amor.
Al fin y al cabo,  como dice Isabel Allende en “Cuentos de Eva Luna”:
“… La muerte, con su ancestral carga de terrores, es sólo el abandono de una cáscara ya inservible, mientras que el espíritu se reintegra en la energía única del cosmos…”


Y que conste, que cualquier parecido de este cuento con la mismísima realidad, de la vida o de la muerte, es por simple y pura casualidad o el libre albedrío de los lazos del destino. No sé si será mi mejor historia de amor, pero sí la más clara y fácil de escribir y la más difícil que me resultará luego publicar. En esta ocasión, como me diría Blas: mejor será pedir perdón que permiso. ¡Como Parsifal, es que soy un loco inocente!

1 comentario:

  1. Querido Lin!!!
    Aquí estoy haciendo un alto en la tarea que me ocupa, un artículo sobre el desarrollo de la autoestima en los niños y niñas, y me encuentro con tu cuento y me quedo agarrada, pegada a tu narrativa.
    Percibo en tus palabras toda una declaración de principios sobre la vida y la muerte, y sobre el amor. Me quedo, sobre todo, con el amor que respira tu escrito, con la comprensión y la compasión que me transmite y con el deseo de felicitarte por poder transmitir con tus palabras tus sentimientos y tu experiencia. Un abrazo sanador!!!!!

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