A Dolores Sofía Morilla Labao.
Vivo unos meses turbulentos,
momento para derrotar en mi recinto interior la inquietud e ignorancia que me
mantiene en un estado de inferioridad y esclavitud moral. Requiero una renovación
de mi ser. Tampoco pretendo ganar una liga, sino que ganen conmigo las personas
que participen en este partido. Demostremos que nada puede darle más fuerza a
la aspiración de no sufrir que compartir pensamientos y sentimientos. Y como
no también: elevar la mirada hacia arriba, hacia aquellos espacios ideales en
donde se encuentran los planes perfectos de Dios para el mundo y la humanidad.
El texto que propongo para esta
ocasión es una preciosa y profunda reflexión de John
McCreery, que por
motivo del reciente fallecimiento de mi querida suegra, sus dos hijas, con gran
emoción y discernimiento, me dieron a conocer leyéndolo en su despedida:
LA
MUERTE NO EXISTE
La muerte no existe. Las
estrellas desaparecen en el horizonte para surgir sobre otros cielos, y en la
enjoyada corona del firmamento, brillan eternamente.
La muerte no existe. Las hojas
del bosque se convierten en la vida del aire invisible; Las rocas se
desintegran para alimentar el musgo hambriento que crece sobre ellas.
La muerte no existe. El polvo
que pisamos, al llegar el verano se transforma en granos dorados o en dulces
frutos, o en flores polícromas.
La muerte no existe. Las hojas
caen y las flores se marchitan y desaparecen, pero sólo esperan en las horas
invernales el tibio y dulce aliento de Mayo.
La muerte no existe, aunque
lloremos cuando las formas familiares que hemos aprendido a amar son separadas
de nuestros brazos; aunque con el corazón entristecido, con vestido de luto y
paso silencioso, llevemos sus restos insensibles para descansar, y digamos que
han muerto. No, no están muertos; no han hecho más que pasar más
allá de las
brumas que aquí nos ciegan. Se han ido a la vida nueva y más amplia en
aquella esfera más serena; no han hecho más que dejar su vestido de arcilla para
ponerse una túnica resplandeciente. No se han ido lejos, no se han ido ni están
perdidos.
Aunque invisibles para el ojo
mortal, están todavía aquí y nos siguen amando; y no olvidan nunca a los
seres queridos que dejaron atrás. Algunas veces nuestra frente afiebrada
siente su caricia, su aliento balsámico. Nuestro espíritu los ve y nuestros
corazones se reconfortan y serenan. Sí, siempre cerca de nosotros, aunque
invisibles, están nuestros espíritus queridos e inmortales, porque en todo el
infinito Universo de Dios, Todo es Vida, y la muerte no existe.
Te debo tanto que te debo
recuerdos. Recuerdo el día que te conocí. Aquella noche que sales desconfiada
al zaguán para darle cobijo a tu hija y protegerla de extraños, hasta saber de
quién era y si merecía su cuna. Nunca parecía que regalabas nada, simplemente
lo cogía yo haciéndome creer que todo me
correspondía por nadie. De tus cuatro hijos me llevé la primera, los otros tres
con su cariño me acomodaron en tu hogar. La bienvenida autorizaba mi paso a la
salita del vestíbulo y al tratamiento, por supuesto de usted. Una vez ganada la
confianza, pase a la habitación contigua: el comedor. Como olvidarme de los
bistec con papas y el vaso de Clipper de naranja que cada noche me dabas para
que me fuera complacido a casa y satisfecho volviera el día siguiente a cenar a
cuerpo de rey en la noble estancia donde guardabas en sus vitrinas las antiguas
y bellas lozas cartujanas y la cristalería de las grandes ocasiones. Nos
dejabas los fines de semana tu "Mini" rojo, después repintado
naranja, aquel que con tu utilizabas para ir al negocio familiar, donde te ayudábamos
en las ventas de navidad a cambio de cubrirnos sobradamente los gastos
extraordinarios de esas fiestas; y felices recorrimos juntos los caminos
celestiales que llevaban a la puesta de sol en la finca del Valle de Agaete. Me
regalaste no sólo la celebración de boda sino hasta las monedas profanas para
la entrada de un piso que no podíamos soñar, ni pagar. De Doña Sofía pasaste a
ser Tata. Te devolví lo que
generosamente me confiasteis, con la llegada de tres nietos, que más o
igual que tus hijos te siguen queriendo. Tú les criaste y los mimaste más de la
cuenta, cosa que no me arrepiento, pues son ellos tal como son, tampoco soy
nadie para impedirlo.
Hemos sufrido bastante la lenta
apagada de tu clara y blanca cabecita, pero dejas la luz de la hoguera que dejó
tu alma. No quise, ni quiero llorar tu marcha, porque tu mayor deseo era vernos
siempre sanos y contentos. En las penas y alegrías siempre estuviste a nuestro
lado, sin apenas notarse, fundamentabas nuestra existencia, avituallabas con
tus alimentos, tanto el estómago como nos educabas de buenas costumbres y valores. Construiste
para nosotros una vida llena, diría
ideal, a base de tu generosa entrega,
muchas veces hasta sacrificada. Llevaste siempre la procesión por dentro, sin
llantos ni penas expresadas, igual como ocultabas tu primer nombre: Dolores.
Soy un ser que vive en un traje,
convencido que no es nuestro cuerpo lo que tiene que ser perfecto, por eso:
Quiero escribir un réquiem que
supere el sufrimiento, una oda al perdón para convivir con las fatalidades, una canción contra el
desaliento. Más yo sé, aunque parezca entendido, que soy un repetidor tuyo, un
grito de llanto, una mirada desesperada, y nada más.
Quiero apreciar la vida y
aprender a conservarla, haciendo de su noble uso el más tolerante esfuerzo para
comprender y transcender, y conseguir
que surja un Nuevo Día más claro y luminoso para superar las humanas
debilidades y limitaciones.
Quiero volver a nacer sin
vestimenta, sin carga, sin visiones, sin compromisos o tentaciones. Sólo quiero
que decir lo que yo mismo quiero repetir: un poema de amor, un himno a la alegría,
una oración a la gloria a Dios.
Quiero
en el continuo fluir de alegrías y tristezas de nuestra vida familiar, dejar
grabada la imagen de TATA, que nos aportó bondad, generosidad y paz. Nos
imprimió con su tolerancia: la serenidad, la seguridad y el respeto a los
mayores, pero sobre todo nos enseño: a saber AMAR. ¡Cuánto echaremos de menos
la escucha en silencio placentero y las reconfortantes acaricias que
tranquilizaban nuestro cuerpo y espíritu!
Más que quieras que quiera: ¿Nunca
olvidarme de ti? ¡Está claro, es mi alma la que desea ser perfecta! Cualquiera
que sea el resultado de esta hornada de quereres, con la reflexión restituyo la
armonía necesaria al paliquear con doña Sofía, y con Él.
¡Que solos se quedarían
los muertos sino te acuerdas de ellos! Perdí una parte de mi vida cuando por tu
enfermedad no me reconocías, porque la muerte no llega por la vejez sino por el
olvido. Por eso, no pienses que arruino el presente recordando un pasado que no
tiene futuro, al contrario, me da mucha fuerza y ánimo para afrontar lo que
venga mañana, creyendo que estarás siempre a nuestro lado mientras recordemos
el bien que nos hiciste en vida.
¡Hasta siempre TATA, para
nosotros la muerte no existe!
Nunca a nadie ví hablar tan bien de su suegra. Guardaremos este recuerdo como oro en paño
ResponderEliminarQuerido hermano: En su nombre y en el nuestro te doy las gracias por haberle dedicado estas palabras tan entrañables, tan sentidas...tan para todos...Algunos no sabemos o no podemos expresar lo que sentimos (por "añurgamiento" principalmente, que me viene por herencia materna...). Por eso, recojo este ¡hasta luego Tata, hasta siempre...! y lo guardo en un lugar muy especial de mi corazón. Beso grande.
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